¿Qué ha pasado con David O. Russell? Durante mucho tiempo pensé que este tipo era uno de los directores más interesantes de su generación. Siempre en constante búsqueda de significados e historias que merecían la pena contar.
Tres Reyes se ha convertido en un film de culto y su posterior trabajo, Extrañas Coincidencias, no hizo más que ensalzar las cualidades de Russell como contador de historias, siempre innovador, siempre divertido.
Con The Fighter pensé que continuaba por una senda paralela pero clavada a la anterior. Su historia tenía fuerza y cautivaba, pero sabíamos perfectamente que estaba metiendo la cabeza de lleno en el Hollywood más conservador.
El problema viene con su obsesión por Jennifer Lawrence y Bradley Cooper en los últimos años. Dos actores todo terreno que no dejan de chirriar en la filmografía del director debido a lo costoso de separar personajes en la cabeza del espectador.
Si, La Gran Estafa Americana aún bebía de Scorsese y se hacía llevadera, ¿pero que intenciones tiene con Joy o con aquel petardo inaguantable que era El Lado Bueno de las Cosas?
Pura corrección para otro culebrón más de un director que ha perdido su marca de identidad para apostar por un cine clásico americano sin ser Capra y al final le queda un popurrí que se sostiene más en la tele un domingo después de comer y con cabezada incluida que en una sala de cine.
Ni los momentos más melodramáticos llegan a ser emocionantes ni las constantes caídas del personaje de Lawrence llegan a calar en el espectador, que como norma general, se ha acomodado en no sentir absolutamente nada con el cine del director. Y eso si es un problema.