Ahora si estamos ante una de las películas del año. Es cierto que es un dramón: pero uno bueno, independiente y desgarrador.
Lonergan no inventa nada nuevo, pero se aleja de la lágrima fácil sin dejar de ahogarnos con un nudo en la garganta que, a medida que avanza el film, nos va apretando más si cabe.
Y es que nuestro protagonista, un inmenso Casey Affleck que por fin verá reconocido su durísimo trabajo, carga con una culpa tan inimaginable para el resto de mortales, que poco a poco va puliendo para converse en la inevitable ira irracional que infecta todo su cuerpo.
Un camino hacia la redención salpicado de un negrísimo humor necesario para sostener los pilares de una culpa que llega a comer tantísimo por dentro a Lee (Affleck) que se siente merecedor de todo lo malo que le pueda pasar y si no le pasa, entonces tendrá que buscarlo él mismo.
Un largo camino para convertirse en nadie y no preocuparle a nadie, algo así como estar muerto en vida.
Un herida que no cierra y que pese al intento de cuantos le rodearon una vez, las cosas deben de querer superarse y este no es el caso.
El encuentro con Randi (Michelle Williams) y la confesión de Affleck a la policía, son quizá las escenas más sobrecogedoras que veremos en mucho tiempo en la gran pantalla.
Tiempo al tiempo, pero estamos antes una obra maestra del cine independiente americano.