No es de extrañar que una reposición del tamaño de El Club de la Lucha haya tenido la repercusión suficiente como para volver al Phenomena por segunda vez.
16 años han convertido el film de Fincher en una pequeña obra maestra de culto y desde luego, en una película generacional para quien por aquel entonces buscaba desesperadamente la autodestrucción como vía de escape a una existencia por momentos vacía de sustancia.
Aún así, la película fue vapuleada por la crítica. La camaradería entre machos, el papel secundario de la mujer en el film y el sonido de los huesos rotos en aquel sucio y húmedo sótano, hacían del film de Fincher un blanco perfecto sobre el que arrojar las frustraciones de la crítica más selecta, probablemente por sentirse identificados con el inmenso vacío que se apoderaba de Edward Norton.
La sensación de volver a ver en imágenes la novela de Palahniuk se triplica al dejar la adolescencia atrás, pues lo que antes eran personajes molones, se convierten en el reflejo de lo que ahora somos realmente, las huecas vidas de mierda que hemos alcanzado y los personajes que alguna vez soñamos ser.
No solo sigue siendo pionera en la feroz narrativa, sino que refuerza con contundencia la cruel radiografía de los sociópatas en que nos hemos convertido.
Todo ha cambiado. Sus personajes no solo son el reflejo de lo que queríamos ser, algo que perseguíamos sin haber reflexionado sobre los acontecimientos que nos podría acarrear convertirnos en unos antisociales.
Ya no es que queramos ser Brad Pitt y tener un cuerpo esculpido a la imagen y semejanza de un Dios griego. Lo que realmente me parece fascinante es el hecho de comprender que la destrucción sea algo por lo que vale la pena luchar para superar la ira y la frustración.