Eduardo Mendoza lleva algo más de una década diciendo que desea abandonar la novela, pues ya no cree en la validez del género, y que quiere dedicarse a escribir teatro.
Por fortuna, Fabio, la novela no lo abandona a él. Algunos críticos le han acusado de falta de ambición por esta su última novela. Entiendo que lo acusan de no querer escribir La montaña mágica, competir con Proust o haber renunciado a esa entelequia tan divertida que es La gran novela sobre Barcelona, trasunto de La gran novela americana, que todo escritor barcelonés, sin distinción de lenguas, desea escribir - si no está ya escrita, véase La verdad sobre el caso Savolta, del propio Mendoza o Si te dicen que caí, de Juan Marsé, o El dia que va morir Marilyn, de Terenci Moix.
Sí, tal vez Mendoza ha sido poco ambicioso, con esta novelita, pero celebro que haya recuperado su parte más lúdica, pues él es eso, un magister ludi, y en la anterior novela, Mauricio o las elecciones primarias, se adivinaba la ambición y la desgana, y el aburrimiento es el peor enemigo de la ficción - y de la vida.
Nada de aburrimiento encontramos en la última ¿novela? de Mendoza, desde el delicioso párrafo inicial, " Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente.", hasta la precuela de los evangelios que supone la trama - podría llamarse "El evangelio según Pomponio"-, a la entrañable relación entre Pomponio y el niño Jesús, y a esas perlas Mendozianas de humor de finísima ironía, cuando el tribuno Apio Pulcro declara "Mi obligación es hacer cumplir la ley, no conocerla".
Desde el recurso a la literatura epistolar, a la manera de las cartas de Plinio el joven, o las que Quinto Tulio Cicerón le envió a su hermano Marco para aconsejarle cómo lograr el consulado, hasta el deux ex machina final; o la aparición de otro personaje estrella del cine bíblico. Todo es fiesta en esta novela de Mendoza, con diferentes niveles de lectura, capaz de contentar a paladares diversos.
Quizá no será una obra perdurable, ni cambiará el curso de la novela, pero siendo Mendoza alguien que ha perdido la fe en tan noble y camaleónica señora, una especie de filósofo descreído y desclasado, como su, pese a todo, competente Pomponio ¿no deberíamos perdonarle todo eso y agradecerle el buen rato que nos ha hecho pasar?
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