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Ya desde el título nos orienta Manguel acerca de sus intenciones: no se trata de la historia de la lectura sino de una historia de la lectura, como podría haber muchas.
Tantas como lectores en el mundo han sido.
Es, por tanto, una historia peregrina o no sistemática, de los escribas sumerios a los textos digitales pasando por los lectores en voz alta de la regla de San Benito.
Los papiros, los pergaminos, los códices, los anteojos... todos pueden ser a su vez protagonistas de la lectura, un acto complejo que implica diversas regiones cerebrales, como demuestran los últimos descubrimientos de la neurofisiología. Leer no es algo pasivo, sino una actividad y yo le añado a Manguel que es un arte, similar a la de la interpretación; al actor o al instrumentista o al cantante.
Y lo más interesante, que también Manguel apunta: la calidad de la lectura de un libro, su alcance, depende también del talento del lector.
Y nos pone ejemplos de grandes lectores que además fueron grandes escritores: San Agustín, Borges, Withman, Kafka, Colette, Proust... La originalidad de Manguel es dar preminencia a su condición de lectores, que podría parecernos secundaria pero que es seminal. La obra del Kafka escritor no puede entenderse, nos dice Manguel, sin el Kafka lector; sin el Borges lector, no tendríamos al Borges escritor. Así, para Manguel, la lectura precede a la escritura: antes de que se inventara la escritura en Sumeria - una forma de memoria, una necesidad en una sociedad compleja- ya existían lectores - de estrellas, de vísceras de animales, etc.
En un tiempo en el que, como nos recuerda en los últimos capítulos, hay una fascinación por el autor, por el creador - "quieren conocer la mano que escribió Ulises, dice James Joyce, aunque esa mano hizo muchas otras cosas"- es bueno que alguien nos recuerde la importancia del lector, el interpretador, ya que de su interpretación depende la vida o no de un libro - o un texto. Y es bueno que nos lo recuerde porque también dota de responsabilidad al acto de leer: no es que uno no pueda leer por puro entretenimiento, pero el entretenimiento no es frivolidad; se puede leer con igual frivolidad a San Agustin que a Agatha Christie, pero tal vez el resultado sea peor en el primer caso - esto ya no lo dice Manguel, pero voy lanzado.
Es este un libro para demorarse en él y, paradójicamente en sus ilustraciones, para sonreir al leer cómo eran de parecidos los editores del siglo XVII a los de la primera década del siglo XXI, para reconocerse con sorpresa en los hábitos de otros lectores, como me ha pasado a mí mísmo al descubrir que Withman, como yo, vinculaba sus lecturas a tiempos y lugares que eran tan importantes para ellas como el texto mísmo que las nutría.
Y si esto es una historia de la lectura y no la historia de la lectura es por el carácter parcial y erroneo de la lectura misma, siempre incompleta, puesto que tal vez sólo Dios o los ángeles podrían leer en su totalidad inagotable un texto u obra, pero como nos decía San Agustín, no lo necesitan, porque de hecho ese texto ya estaba en ellos - y por cierto, he descubierto que Pound citaba a Sócrates de estrangis en su propio curso sobre la lectura... Me he sentido identificado con Richard de Bury, obispo de Durham, lector apasionado, de juicios erróneos y muy personales, que tenía más libros que todo el resto de obispos ingleses juntos y que estaba feliz por haber escrito un libro sobre el amor a los libros, que no otra cosa es la lectura.
Saludos.