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Todo ser humano es un misterio, tanto para sí mísmo como para los demás, y al morir, la principal fuente de los datos ocultos - deseos, sueños, proyectos- desaparece y sólo queda el esqueleto de nuestras acciones para explicarnos, y, a veces, los jirones de ropa, escritos o no, de nuestras palabras.
En el discurso fúnebre que le dedicó Winston Churchill, en la Catedral de San Pablo, se recordaba una anécdota durante la conferencia de El Cairo: Churchill le dijo "Ahora podría obtener el puesto que quisiera en la oficina colonial o en cualquier ministerio" y T. E. Lawrence, tras una breve sonrisa le respondió " Cuando esto acabe, todo lo que verá de mí será una pequeña nube de polvo desapareciendo en el horizonte".
Nacido en Tremadoc, Gales, hijo ilegítimo, circunstancia que lo atormentaría toda la vida - mucho más que su homosexualidad, ante la que se mostraba ambivalente- T. E. Lawrence es uno de los personajes más fascinantes del siglo XX. De corta estatura y constitución frágil, temeroso del dolor físico, llevó en ocasiones al límite su capacidad de resistencia. Se doctoró cum laude en Historia por Oxford, y mostró especial interés por la historia medieval y las cruzadas. Con poco más de 20 años participó en las excavaciones de la ciudad hitita de Karkhemish, donde encontró una muñeca de marfil en la tumba de una niña. Robert Graves recordaba en su Adiós a todo eso cómo aquel juguete que había dormido el sueño de la muerte durante más de 3000 años reposaba ahora en la repisa de la chimenea de las habitaciones de Lawrence en Oxford. Adscrito a la Oficina Árabe de El Cairo con el rango de teniente al estallar la Primera Guerra Mundial, acabó siendo oficial de enlace con las tropas del príncipe Faisal. Se ha escrito mucho sobre eso e incluso David Lean hizo una película maravillosa, pero el mismo Lawrence escribió su versión en Los siete pilares de la sabiduría., que empieza diciendo "Algunos ingleses, cuyo jefe era Kitchener..." La extraordinaria historia por la que Lawrence paso de ser Lawrence a Al urenz nos habla del deseo de ser el otro, de vestir y comer como el otro o, lo que es lo mismo: dejar de ser quien se es.
Ególatra, teatrero, mitómano... muchas cosas se han dicho de Lawrence cuando lo más evidente está ante nuestras narices: en el desierto, en ese sumario escenario de vida o de muerte, lo más alejado posible de Inglaterra, Lawrence ya no era un hijo ilegítimo y se despojaba de sus máscaras para adoptar otras más queridas: la del beduíno que soporta la terrible travesía del Nefud, que come cous-cous y entrañas de cordero con las manos desnudas, quien es feliz en el campamento, por la noche, cuando al no hablar no se distingue en nada de sus compañeros. Parte del horror que se produjo a sí mísmo Lawrence viene marcado por la utilización posterior de su figura como encarnación de ese mito tan querido a los ingleses del lord blanco, el oficial británico que dirige a unos valientes pero bárbaros nativos a la victoria. También se cuestionó siempre la veracidad de sus afirmaciones sobre cómo dirigió la campaña del desierto, intentando minimizar su aportación. Es cierto que el general Allenby fue tan importante como Lawrence, pero también es cierto que Allenby respetaba su talento militar. La decisión de atacar Aquaba desde el desierto fue sin duda arriesgada y brillante. Pero lo más extraordinario fue su concepción de una guerra sin frente, donde el individuo es más importante que el número. La Enciclopedia Británica le invitaría a escribir el texto correspondiente a la entrada Guerrilla y su teoría tendría ecos tan sorprendentes como la respuesta que dio Ho Chi Min a un periodista que quiso demostrarle lo leído que era y le preguntó si su estrategia contra E.E.U.U. se basaba en el Arte de la guerra, de Sun Tzu. "No, contestó, me he basado en los libros del Coronel Lawrence". Que Lawrence sirviera de ejemplo en guerras coloniales o post-coloniales le hubiera escandalizado con toda probabilidad.
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Pero la guerra terminó y Lawrence tuvo que volver a Inglaterra, inmerso en una popularidad mareante, convertido en una especie de superhéroe. Y ahí empezó la culpa y el asco, la sensación de haber engañado a todo el mundo. El acuerdo Sykes-Picot, por el que Francia y Gran Bretaña se repartían Siria y Palestina fue un duro golpe para él, y aún vendrían después Versalles y El Cairo. En protesta, devolvió sus medallas al rey y renunció a su grado como coronel. Tras un breve período, abandonó la docencia en Oxford, quiso entrar en la R.A.F. y acabó en un batallón de tanques, como un recluta, se cambió el nombre... quiso borrar de él al príncipe del desierto, al hombre vestido con túnica y kufía blanca a lomos de un camello mientras millones de soldados anónimos y con la cara oculta por las máscaras antigás morían en el Somme o Verdún.
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Su problema fue ser demasiado brillante, demasiado raro, demasiado difícil de domesticar. Siempre despreció el poder, aunque sospecho que lo hizo por el pavor que le producía en lo que el poder podía convertirlo. A veces el mundo no es suficiente y uno ha de inventarse algo más sublime, más grandioso que su vida misma. Probablemente un obsesivo compulsivo, el cuerpo humano y sus funciones naturales le asqueaban de tal modo que es doloroso pensar cómo debía ser su sufrimiento. Se negaba con furia cualquier placer, excepto el de la velocidad. Le encantaba correr con su moto, ya que la velocidad Hacía que todo, que uno mismo se disolviese. A la salida de una curva se encontró con dos niños en bicicleta y le dió un golpe al manillar para esquivarlos: salió proyectado de la moto y se estrelló, sin casco. Murió cinco días después.
Winston Churchill leyó un largo discurso en su funeral multitudinario en la Catedral de San Pablo, lamentando la enorme pérdida que sufría Gran Bretaña frente a los tiempos que se avecinaban. Y recordó la imagen que mejor lo define: una minúscula nube de polvo que desparece en el horizonte.