La primera vez que lo vi fue en la portada de su Obra selecta, editada por Lumen: estaba sentado tras su mesa de trabajo en la revista Horizon, atestada de libros, hermoso como un hipopótamo entre nenúfares.
Cyril Connolly fue un orondo y perezoso angloirlandés que prometía muchas cosas en su brillante juventud y que empeñó toda su vida en dejarlas por cumplir. Deseó alguna vez ser escritor, pero el implacable crítico que llevaba dentro se lo impidió; a cambio, fue un reseñista de libros legendario, casi siempre angustiado por la pesada tarea de reseñar un libro a la semana, trabajo que cumplía con juramentos y resoplidos.
Se mojó señalando los cien títulos que según él daban forma a lo que llamó el movimiento moderno y mucho después la Universidad de Austin tomó aquel catálogo para confeccionar su biblioteca. Escribió un libro delicioso, Enemigos de la promesa, en el que definió lo que era el estilo mandarín - Woolf y Huxley serían grandes mandarines- y el estilo vernáculo - en el que estarían Graves e Isherwood-, en el que enumeró los peligros que acechan a todo escritor - el peor de ellos, el periodismo, era el que le daba de comer- y en el que explicó su juventud nada sana en Oxford. Durante la guerra puso en marcha la revista Horizon, con Spender, y descubrió para el Reino Unido a Truman Capote, Tenneessee Williams y Paul Bowles. Ya antes de la guerra había advertido la enorme importancia de Pound y Elliot, ambos americanos, y más tarde señaló la singularidad de Dylan Thomas.
Sus artículos sueltos son deliciosos: se metía en ellos con Chandler y Fleming, se preguntaba con toda seriedad si los Beatles eran la nueva poesía inglesa - Lennon y Harrison se partirían de la risa- y hacía unas parodias divertidísimas. Fue tal vez el último de una especie de lectores ya desaparecida y una figura que hasta donde yo sé no abunda por estas latitudes: la del hombre de letras sin oficio ni estudios para serlo pero que lo es por afición y talento, sin pagar peajes y sin que a nadie le extrañe. W.H. Auden le dedicó un poema, fue al colegio con George Orwell y Anthony Powell y a la universidad con Evelyn Waugh, autores todos a los que admiraba. Solía decir acerca de ese particular: mis libros no tienen valor; seré recordado por haber ido al colegio con George Orwell y a la universidad con Evelyn Waugh. Por extraño que parezca, creo que ya hay muy poca gente que se acuerde de Orwell o de Waugh, así que aun menos gente recordará que tío Cyril iba con ellos a la universidad o al colegio. Claro que yo sí lo recuerdo, pero es que le quiero.