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La foto de la solapa de todos los libros de Sándor Márai, muestra al autor ya maduro, vestido con un abrigo grueso, holgado, algo informe en los hombros, un punto viejo.
Lleva también una boina espantosamente calada, tal como la lleva John Malkovich haciendo de Ripley.
Se ha quitado las gafas y las sostiene bajas, por una patilla, abiertas. Tienen los cristales muy gruesos, como solían tenerlos las gafas que utilizaban antes los que se operaban de cataratas. Es tal vez por eso que la mirada de Márai parece perdida, como si mirase a través de la cámara y del fotógrafo, a algo que está más allá o más acá de lo que tiene enfrente. Es también una mirada asimétrica: el ojo derecho mira hacia abajo y el párpado parece caído, como si sufriese una parálisis del tercer par craneal; el ojo izquierdo mira hacia delante, seguro y fijo.
Márai tiene cara de estar mortalmente aburrido. No trata de sonreir, esa costumbre grotesca que parece generalizarse a partir de los años veinte del siglo pasado. Tampoco adopta la severidad y la importancia de los señores del novecientos, todo bigotes y levita. Simplemente se deja fotografiar como un aristócrata empobrecido que sintiera un mortal desprecio por los bárbaros visitantes de su castillo, imprescindibles para seguir comiendo. Casi podemos oirle decir venga, acabemos.
Está sentado en la cubierta de un barco, con el codo apoyado en la barandilla. Parece tratarse de un transbordador o ferry - lo que en Barcelona siempre se llamó golondrina- como esos que hacen trayectos fluviales ¿ Qué río es el que tiene Márai a la espalda? ¿ Será el Hudson a su paso por Nueva York, esa ciudad que siempre se le aparece entre los acordes de la Rapsodia in blue? ¿ Será el Sena, el río de la ciudad en la que fue joven y escritor de entre guerras, en cuyo fondo podría encontrarse con el rumano Celan, devastado como él por los huracanes de la Europa oriental?
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Podría tratarse incluso del Danubio, el río que vertebra Budapest, ciudad en la que fue escritor de éxito y burgués, aunque es imposible que se trate del Danubio a su paso por Budapest, puesto que allí él no podía volver: no sólo por los comunistas, que nunca le perdonaron que prefiriera callar libremente, sino porque la Budapest que el conocía ya no era más que un recuerdo; ya no habían paseos por el barrio del Castillo ni partidos de tenis en la isla Margarita. Tal vez se trate del Danubio a su paso por Viena y quizá pensase que bastaría arrojarse a las aguas verdes y pardas y dejarse arrastrar por el río para acabar pasando bajo el Puente de las Cadenas.
La mirada de Márai es la mirada del adiós: mira algo que ya no existe pero sigue presente. Tal vez sea la misma mirada con la que se interrogó desde el espejo retrovisor de un coche en marcha en el interior de un garaje californiano, mientras el monóxido de carbono se extendía alrededor.