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LUNES, DE NUEVO, LUNES
Tenía tan pocas ganas de trabajar, de estar allí... Tenía tan pocas ganas de todo... La gente me asqueaba profundamente, la despreciaba, la aborrecía. Todo el mundo era tan insignificante, yo misma lo era. No me creía un ente superior, tan sólo era uno más pero a la vez me sentía extraña en medio de tanta pobredumbre humana. No soportaba las necedades y la imbecilidad, y allí, donde quiera que mirase, se disputaba algún concurso para llevarse el trofeo al más gilipollas.
Sólo veía imbecilidad, superficiales diálogos totalmente vacuos y desprovistos de necesidad. Todo mentira, todo falso, el mundo enfermo de insuficiencias. Los humanos se afanaban sin tregua por parecer aquello que deseaban parecer, por cumplimentar aquel “yo ideal” tan alejado del “yo interior” y tan acorde a los cánones de la moda social. Todo era apariencia, todo era escaparate, todo era nauseabundo.
A medida que pasaba el tiempo, cada vez entendía menos a las personas y cada vez las entendía más, no obstante. Lograba dibujarme el mapa traumático de cada uno de mis interlocutores por lo que me decían, por sus gestos y su pose. Sin embargo, no podía comprender el porqué de todo el teatro. No alcanzaba a ver las razones por las cuales querían esconderlo sin conseguirlo. No quería creer que la única razón de todo aquel escondite absurdo fuera la mera imagen. Y lo era, ya lo creo que lo era. ¿Por qué?
En el fondo todo el mundo sabe que miente. Desde el zapato que se calzan hasta la punta del pelo que se peinan, todos saben que mienten. Mienten incluso cuando están desnudos. La única verdad de la desnudez es que nos revela como seres completamente iguales. Seres vulnerables e iguales.