No es el primer caso, en cualquier profesión, en el que a las personas les llega el éxito o el reconocimiento en plena madurez.
Repasando la carrera de Hugh Laurie antes de interpretar al controvertido y contradictorio Gregory House (la lista de adjetivos sería interminable), no encontramos trabajos de una gran relevancia si no consideramos a la trilogía de Stuart Little o la secuela de 101 Dálmatas como tales. Polifacético y destacado en las artes y el deporte, se podría pensar que no se tomaba demasiado en serio lo de ser actor, aunque quizás habría que preguntárselo a Emma Thompson. Pero lo de Laurie no se limita a ser actor. Ha probado fortuna en diversas disciplinas y ha alcanzado notable éxito en casi todas ellas. Dominador de varios instrumentos musicales, escritor y deportista como heredero de la saga familiar, es uno de esos currantes que de la noche a la mañana se convierte en el propietario del yate.
Para no abundar demasiado en House, al final de la sexta temporada Hugh Laurie estaba tan harto de vivir nueve meses al año lejos de Londres y sobre todo de no ver crecer a sus hijos que se plantó en la oficina de Paul Attanasio y David Shore y exigió una cifra que él mismo consideró desmesurada para renovar, convencido de que le echarían a patadas, además de que su fingida cojera empezaba a no ser tan fingida después de seis años con el bastón a cuestas y necesitaba semanas de rehabilitación para volver a fingir que cojeaba: se mencionó por aquel entonces que había exigido, que no pedido, ochocientos mil dólares por capítulo o hacía las maletas. Jim Parsons, Kaley Cuoco y Johnny Galecki hicieron algo parecido y se van al millón actualmente, pero estamos hablando de 2009, muy lejos todavía de los dos millones y medio que percibe actualmente Emilia Clarke, plante en el rodaje incluido entre sus dragones. Aún así, dichos datos deben cogerse con alfileres. Los salarios reales de los actores solo los conocen ellos. Olvídense de listas tipo Forbes. Cláusulas de confidencialidad.
Sin embargo, Attanasio y Shore no dudaron un segundo en renovarle. La serie era vista por 90 millones de personas en los cinco continentes y sin Laurie ya podían ir cerrando el rentable hospital. Podrían haberlo evitado porque el impacto económico de subirle el salario solo al protagonista absoluto no habría sido relevante para una serie que se veía en medio planeta y cuyas últimas temporadas hacían percibir un cierto desgaste que ni siquiera la presencia de secundarias de lujo como Anne Dudek, Sela Ward u Olivia Wilde habían conseguido mitigar, pero al resto del elenco les plantearon la aparente “necesidad” de reducir costes a cambio de dos temporadas más, y todos aceptaron, excepto Lisa Edelstein, que sabía que era una treta para disminuir los costes por capítulo y suavizar el impacto económico de la subida de sueldo del doctor. Su papel era casi anecdótico, se negó a rebajar un salario veinte veces inferior al de Laurie y abandonó la serie para no volver a cruzarse con él.
No se soportaban, como Claire Danes y Damien Lewis, pero la espía tenía todas las de ganar en Homeland y la directora médica todas las de perder en House, por lo que Danes pudo permitirse el lujo de exigir el despido de Lewis y a Edelstein no le quedó más remedio que convocar la típica rueda de prensa agradeciendo de todo a todo el mundo… menos a Hugh Laurie. Finalmente, Laurie firmó por dos temporadas más improrrogables, convirtiéndose en el actor televisivo mejor pagado del momento, como lo fue en 2017 el a pesar de todo entrañable Dwayne Johnson. Más de cincuenta millones de dólares por dos años de su vida, entre los capítulos restantes y la libre disponibilidad de sus derechos de imagen, el traslado temporal de su familia a Los Ángeles y sus futuros proyectos musicales hicieron la vida de Laurie más llevadera, aunque la calidad de su interpretación descendiera notablemente y, quizás, tras la marcha de su equipo original de diagnosticadores o probadores de fortuna, la serie no volviera a ser la misma. Pero el doble capítulo final tuvo una audiencia de nivel mundial y esa última escena en la que Gregory House y el terminal Doctor Wilson parten en sus respectivas Harleys hacia donde les lleve la carretera se quedó en el recuerdo colectivo de millones de personas.
Ni la misma Anatomía de Grey ha alcanzado el listón dejado por House, y cualquier otra serie de médicos posterior se ha quedado en eso: otra serie de médicos. Esa es la gran diferencia entre todas las demás: House es la serie del doctor Gregory House. Las demás son series corales, como The night shift, Code Black o Private practice. Su fuerte era el grupo, no un protagonista absoluto. Ellen Pompeo aparece como la protagonista de AdG, pero no suele pasar de diez o doce minutos por capítulo, y en algunos de ellos ni siquiera interviene. Ya mencioné en artículos anteriores que la serie disponía de tres médicos especialistas como asesores técnicos, mientras que la eterna AdG solo contaba con uno, aunque no se puede menospreciar a la joya de la corona de Shonda Rimes porque no pueden compararse los casos que recibe House con los del Grey Sloan Memorial.
Laurie se pasó una temporada haciendo exclusivamente lo que le venía en gana. Con sus hijos ya creciditos y nueve cifras en el banco, se tomó su tiempo para darle a la guitarra, comprobar el éxito de ventas de su música y echarse unos conciertos con su grupo por todo el mundo entre otras aficiones como el remo, pero sobre todo se tomó su tiempo para elegir cuál sería su siguiente trabajo. Visiblemente cansado y con un diagnóstico de depresión superada del médico más insoportable y genial de la historia de la televisión y tras una temporada en rehabilitación para terminar de recuperar su fingida pero dañina cojera, a Laurie le llovieron las ofertas e incluso apareció en producciones menores solo para darse el placer de hacerlo y al mismo tiempo una pequeña alegría para sus seguidores. Extremadamente educado y amable en la vida real, apareció como estrella invitada en numerosas producciones, pero no fue hasta cuatro años después cuando aceptó un nuevo papel protagonista como traficante ilegal de armas a gran escala dentro de la notable El infiltrado.
Y parece que le ha vuelto a dar el gusanillo. Hugh Laurie ya no trabaja por un porcentaje de los beneficios en taquilla como veinte años atrás. Ahora ya puede permitirse el lujo de establecer su propio salario. En esta última lo hizo, aunque probablemente fue consciente de que el mayor atractivo de la serie sería el juego de seducción finalmente consumado entre Tom Hiddleston y Elizabeth Debicki mientras el primero espiaba a Laurie hasta conseguir cazarle. El guión no era sólido y la interpretación de Hiddleston, deficiente, pero qué diablos, los espectadores no vieron la serie por el impertérrito espía británico. La miniserie se planteó con dos posibles finales, pero el propio Laurie indicó a los productores que no tenía sentido finalizar la serie con él escapándose de rositas y su televisiva esposa huyendo con su nuevo amante. Así es el bueno de Laurie. En mi opinión, el único atractivo de la miniserie de tan solo seis capítulos, pero ganadora de dos Emmy y dos Golden Globe, uno de ellos para Laurie, por supuesto. También en mi opinión, no había para tanto, pero Laurie necesitaba un cambio de registro radical y no iba a rodar otra secuela de los 101 perros, y en el resto del mundo, un cambio de actor de doblaje, tal y como sucede en Chance. El registro irónico, sarcástico e indescifrable entre la amargura y el chiste fácil de House no podía repetirse en Chance. Otro motivo para aceptar el trabajo. Seguía con M.D., pero ni rastro de Gregory House.
El trasfondo principal de Chance, entrando en materia, es la permanente referencia a la oscuridad que habita en el interior de todas las personas. Muchas no la sacan a relucir nunca, otras viven inmersas en ella. El cambio de actor de doblaje para Laurie era imprescindible, y aunque al principio resulta chocante, la permanente actitud y rostro taciturno del neuropsiquiatra Eldon Chance (solo les faltó titular la serie Chance, M.D., algo que probablemente se les ocurrió y a lo que probablemente Laurie se negó) provoca que te adaptes casi sin darte cuenta porque no tardas en sumergirte en el thriller psicológico que es básicamente Chance, pero yendo varios pasos más allá. Ya no hay sitio para la genialidad en el último momento. Los pacientes que trata son completamente distintos y ya llegan a él con un diagnóstico sólido, y su labor consiste en confirmarlos y elevar una recomendación a las autoridades médicas pertinentes con respecto al tratamiento de los mismos, incluyendo declaraciones en juicios en las que ofrece su opinión profesional si es llamado tanto por el Estado como por la defensa.
La serie presenta un planteamiento inicial con un Chance muy sereno, tranquilo, analítico, quizás resignado, recién divorciado de su esposa y con una hija adolescente que no tarda en manifestar una agresividad que va más allá de una simple rebeldía típica de esa edad. Pero la primera sensación que ofrece es la de que todo está bajo control. Chance forma parte del sistema, dispone de consulta privada y analiza los casos metódicamente. Hasta que se encuentra con uno de ellos que despierta su interés por dos motivos: un trastorno disociativo sin el paciente ingresado no es algo que se vea todos los días, y la paciente, Gretchen Mol, se ha preparado convenientemente para el papel, es decir, mostrar dos personalidades antagónicas en su vida diaria. Una sumisa, atrapada por el corrupto policía interpretado por el irregular Paul Adelstein, a quien se le reconoce su capacidad para cambiar de registro entre Private practice y Prison Break, y otra que da las órdenes y provoca la situación que conduce a Jacklyn a la consulta del doctor Chance para una reevaluación, enviada por una antigua colega suya. Como neuropsiquiatra, especialidad compleja donde las haya en Medicina, Eldon Chance puede responder a todas las preguntas que un neurólogo por un lado y un psiquiatra por otro no pueden. Un neurólogo haría las pruebas propias de su especialidad, un escáner y una resonancia, y un psiquiatra básicamente se dedicaría a realizar un interrogatorio camuflado de procedimiento rutinario. Por supuesto, la personalidad dominante de la paciente nunca aparece en las sesiones, por lo que el trabajo del doctor siempre quedará incompleto dentro de la consulta. Si a eso le añadimos la obsesión que se apodera del doctor con respecto a su paciente porque se ve reflejado en ella de tal forma que busca coincidir con ella “casualmente” fuera de la consulta, es en ese momento donde todo el control anterior salta por los aires.
Al principio parece una trama secundaria. Hay muchas facturas que pagar con el divorcio y la venta de la casa hipotecada del matrimonio y Chance acude a un anticuario para que le valore un escritorio de coleccionista y allí conoce a D. Ethan Suplee, todo un descubrimiento para la serie. Una pareja antagonista al principio pero que se compenetra a las mil maravillas. Con el paso de los capítulos y el enraizamiento de su amistad, son dignas de analizar las frases que se saca de la manga un personaje como Darius Pringle, quien parece vivir en un permanente estado de alerta nuclear, pero durante las (de momento) dos temporadas de la serie todo se pone en su lugar. Cualquiera de nosotros se cambiaría de acera si viera aparecer a un hombre de semejante aspecto, pero D es uno de esos hombres a los que la mayoría del mundo consideraría un demente y unos cuantos un superviviente. En una de las escenas que más me gustó de lo visto hasta ahora, D le plantea un acertijo a Chance. Un hombre camina por una carretera. Lleva un traje negro, no hay luces y no hay luna. En sentido contrario se acerca otro hombre. No lleva luces en el coche, pero en el último momento ve al hombre, da un volantazo y se salva milagrosamente. ¿Cómo es posible? Chance no consigue resolverlo. ¿Quieren la respuesta? Vean la serie.
Sin duda, Ethan Suplee merece una serie como protagonista, y no de las que ha hecho hasta ahora. Pero de eso ya se encargarán los que lleven su carrera interpretativa o los productores que le vean en Chance. Llega a eclipsar al mismo Hugh Laurie, sobre todo en la segunda temporada, cuando decide hacer saltar por los aires él solo a todo un cártel mexicano de la droga para que su chica, una tan excelente como desconocida Jengibre Gonzaga y su hijo respiren tranquilos… al menos por el momento. El grandullón se enamora.
La serie pierde enteros en la segunda temporada. La persecución y captura de un asesino en serie, aunque se intente a través de la capacidad del doctor Chance para llegar al fondo de la mente del asesino, no deja de ser un argumento recurrente. En cualquier serie de policías o similar siempre hay un episodio para los asesinos en serie y siempre de una manera muy estereotipada porque es lo que los guionistas han leído en el DSM-V, el manual de las enfermedades mentales. Es decir, se lo ponen muy fácil. Pero el trastorno disociativo de Jacklyn/Jacky como eje central de la primera temporada y el progresivo acercamiento del doctor Chance a su yo más oscuro, el que apareció siendo estudiante de Medicina y apenas pudo controlar, se perciben en la primera temporada como el auténtico mérito de los guionistas. Parece que, a la hora de escribir la segunda, se tomaron un descanso, por lo ya mencionado. Los patrones de comportamiento comúnmente establecidos para los asesinos en serie los puedes leer en internet. Sin embargo, el mérito de la segunda temporada radica en el apogeo de la parte más oscura del doctor Chance, aquella que pretende aplacar durante la primera temporada, pero da rienda suelta en la segunda porque todo le vale para conseguir sus objetivos y D le enseña que un entrenamiento físico adecuado, además de sus obvios conocimientos sobre anatomía humana dirigidos a conocer dónde debe dirigir los golpes críticos, hacen el resto. Chance disfruta tomándose la justicia por su mano y la segunda temporada se inicia con una mención a todos los casos que lleva el doctor en la unidad de víctimas por delitos físicos de San Francisco en los que entre él y Pringle se han ocupado de darles una lección a los que han provocado los trastornos psicológicos de sus pacientes. El juego les sale bien hasta que Nicole demuestra que sale a papá y le rompe la nariz a una compañera de instituto y hasta que la jefa de Chance ve un vídeo comprometedor de su empleado y además se ve obligada a mentir en un juicio para protegerle y, finalmente, le despide.
A partir de ese momento se desata el caos en los capítulos restantes. Lorena (Gonzaga) desaparece, Chance es detenido, alguien más muere y… otros muchos detalles que nos conducen hacia el final de la serie. Mención especial también para Tim Griffin. El problema con estas personas devoradas por sus demonios interiores es que no suelen ser descubiertas hasta que cometen un error. Y muchas de ellas no lo hacen nunca. Pregunten a los agentes de la Ley cuántos asesinatos tienen encima de sus mesas y ni una sola pista sobre ellos. Son metódicos, obsesivos del control y la manipulación y con una inteligencia muy superior a la media. Entre el primer asesinato de Ryan Winter y su captura/suicidio/asesinato pasan 20 años, y en realidad él no comete ningún error. Es silenciado por su compañero de asesinatos para que no le delate.
La primera temporada termina con un sabor agridulce, ya que los objetivos se consiguen a medias. Jacklyn se libra de su esclavitud emocional hacia el inspector Blackstone, pero desaparece y no se vuelve a saber de ella. En mi opinión, una trama mal cerrada o deliberadamente abierta para una tercera temporada. ¿Volverá Jacklyn o volverá Jackie? La segunda temporada se cierra ofreciendo una muestra de claridad entre tanta oscuridad. D y Lorena juntos planeando una nueva vida, Chance fugado a México con la complicidad de su exhausta exmujer y la posibilidad de poder volver a su hija con frecuencia, a la que adora, consiguen crear unos cinco minutos finales de ¿temporada? ¿serie? Que te dejan con buen sabor de boca. Ojalá haya tercera. Aunque como dicen los colegas, es un final abierto pero satisfactorio.