Ser hija de Francis Ford Coppola tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Las ventajas ya las sabemos todos, los inconvenientes también, pero especialmente en el caso del film que nos ocupa hoy, no está de más recordarlos... Y es que, cuando Somewhere ganó la pasada 67 edición de la Mostra de Venecia (sí señores, nos llega un año después) saltaron voces que reafirmaron lo que ya se venía murmurando desde María Antonieta: que Coppola no era digna de llevar ese apellido, que era meramente una esteta y que sus películas estaban vacías de significado. Mira tú por donde, esos mismos que la criticaban le estaban dando toda la razón. Porque si algún director contemporáneo ha sabido retratar nuestro tiempo, esa es sin duda Sofia Coppola, cuyos filmes no son sólo un cómputo de planos bonitos y musiquillas que escuchaba de adolescente.
Quien sólo vea eso, que se ahorre mirar su filmografía y yo que sé, que se quite los restos de la comida de los dientes con un palillo. Porque hay que ser auténticamente necio para obviar el discurso de Sofia Coppola. Para no ver su talento en la puesta escena. Para ser capaz de decir que está en la industria gracias a su padre. Idiotas. Siempre he defendido a Coppola y a su cine, y hoy no será menos. Porque Somewhere es la segunda parte de Lost in Translation, una de las mejores películas del nuevo siglo, y juntas forman el díptico más sensacional de la cinematografía de nuestra era.
Image via Wikipedia
Esa era es la era del absurdo. La era del hedonismo superfluo. La era del individuo perdido. Ese papel Coppola se lo ha reservado para Johnny Marco (Stephen Dorff) un actor made in Hollywood que gasta las horas de su vida en una habitación de hotel. Nuevamente el hotel como territorio de la ausencia, como lugar en el que se pierde lo humano, y son todos sus huéspedes simples maniquíes de una colmena. Coppola retrata el hotel Château Marmont quizás de un modo más frío y más terrible que Lost in Translation (sé que algunos se están arrancando los pelos ahora mismo) pero lo cierto es que uno llega a palpar con sus propias manos esa banalidad que corretea por los pasillos, que crece en las habitaciones y culmina luego entre sábanas. Porque Johnny ha perdido absolutamente el sentido de su vida y está metido en un bucle (genial metáfora inicial) de fiestas, televisión y bailarinas en paños menores que le bailan coreografías robóticas. Robótica, efectivamente. Ese es el adjetivo con el que Coppola describe esta sociedad del siglo XXI. Una sociedad que ha preferido aparcar el sentimiento, el compromiso ético, la lucha por unos ideales, para lanzarse al deseo y, una vez consumido, permanecer a la espera de nuevos estímulos. ¿A qué diantres vienen las quejas de que Somewhere no tiene trama, no tiene historia? ¿Realmente se pueden contar historias en nuestro tiempo? Como mucho se pueden contar pamplinadas que hemos visto en Facebook, porque la época de los grandes relatos ha quedado sepultada por la trivialidad.
Y cuando no se tiene absolutamente a que aferrarse, nada que contar, la única alternativa que queda es dejar que el tiempo nos lleve, que no seamos amos de nuestras decisiones y la vida sea una cinta mecánica en la que todos vamos subidos. Johnny, por muy estrella que sea, también está ahí. Y, no se debe pasar por alto, Coppola elige a un actor porque con él está retratando a toda una clase, a toda una comunidad, a todo una ciudad, esto es, a Hollywood, donde la primera regla que uno debe asumir para entrar es nunca más deberá asumir nada. Todo está prefabricado. Precocinado. Preestablecido. Hollywood es un gran aparador en el que se sustituyen los maniquíes cada día, pero en el que la regla de permanencia es siempre la misma: sonríe, responde, sonríe, responde, sonríe, responde… Ese bucle, ese non sense, ese callejón sin salida es un delicioso pastel al que muchos aspiran, pero una vez dentro el pastel enseña sus entrañas y lo que hay son muchos gusanos. Y todo resulta más grave por cuanto existe una fuerza superior a cualquier otra que se afana en disimularlo, que se afana en dejar claro que la fábrica de sueños nunca puede fabricar pesadillas. Y que si lo hace, será para convertirlo en espectáculo (y lucrarse). No resulta casual, en este sentido, que Johnny viaje hasta Italia en una de sus salidas del hotel. El país del Carnaval, de la máscara, el país de Fellini, se convierte en la expresión perfecta de lo que Coppola ya representó en la corte de Versalles de María Antonieta: lo bello, lo que reluce, es puro artificio. Está desprovisto de verdad. Es sólo una suma de sombras que nos distraen del daño. Son infinitas capas (otra genial escena, la de la transformación en anciano) que anulan lo que Johnny es, lo que son todos los actores a los que admiramos. ¿De veras los conocemos o son una proyección de lo que han de ser? Obviamente, la respuesta está clara.
Y lo que persigue Sofia Coppola en Somewhere es poner fin a ese narcisismo frívolo, a esa vacuidad persistente, y sacar a Johnny de su sopor para entregarle un presente del que él parece haberse olvidado: la vida. Y la manera como lo hace Coppola es exquisita. Cleo, la niña de la película, viene a ser un soplo de aire fresco en el mundo gris de la habitación de hotel. El mundo que en realidad queda cuando se apagan los focos. Cleo trae una nueva luz. Puede verse en ella una suerte de Beatriz, de Laura, de mujer que guía en medio de la oscura noche. Cleo es la libertad de los hombres. Coppola reduce esa grandilocuente sentencia a la relación entre un padre y una hija, pero por sencillo que pueda parecer, lo hermoso del asunto no se diluye en ningún caso. Ahí es donde se revela la capacidad de la directora por crear escenas de una belleza arrebatadora y en las que Cleo tiene siempre un rol central. Y no son alegorías poéticas a lo Terrence Malick, sino simplemente acciones de la vida cotidiana, tales como cocinar unos espaguetis, jugar a la videoconsola o bañarse en una piscina. Expresiones de una infancia viva. De una infancia inquieta, juguetona, fresca, risueña. La presencia de Cleo es la semilla para un relato que Coppola se ahorra. Porque lo que le interesa precisamente es esa acción, la acción de poner cara a cara la cueva y el mundo. El sueño eterno y la vida. Nowhere y Somewhere. Cleo es un rescate. Es la llave que acciona el motor de la conciencia. La llamada a una transformación. De su padre y del film. Johnny decide cambiar su destino y eso es lo que verdaderamente cuenta. Y lo que Coppola nos explica.
Image by y.caradec via Flickr
Para ello sacrifica un relato que hubiera podido tener más chispa, pero que precisamente por no tenerla, incrementa la sensación de un mundo y un hombre sin salida, necesitados de amor verdadero, de auténtica compasión. Con la finalidad de retratar ese ausencia, Coppola lleva su expresión estética a límites a los que antes no se había atrevido. Véase sino, como ya hemos comentado, el plano inicial, en el que el coche de Johnny pasa hasta tres veces por delante de la cámara, para luego dejar una carretera en vacío permanente. Coppola se vuelve más Gus Van Sant que nunca y alarga el plano hasta la extenuación, porque como discípula de la imagen-tiempo, de la Nouvelle Vague y de Europa, no quiere contarnos algo, sino que sintamos algo. Y si para ello hay que cruzar la frontera que conduce al sopor, al aburrimiento y la desesperación, habrá que hacerlo. Largos planos secuencia, un montaje desprovisto de toda función narrativa y ligado a la estricta mostración, planos generales importado de Antonioni… Coppola hace una revisión de lo que los 60 significaron para el cine, de su voluntad por romper con las normas clásicas y de su empeño en pedir otra mirada. Hacer eso en la época de la hipervelocidad tiene mucho mérito, porque a parte de que estás perdiendo espectadores (y sino que se lo digan a Malick y el extraño caso de las entradas devueltas) lo más seguro es que te tachen de elitista. Que ojo, hay muchos que lo son. No es el caso de Coppola. Porque la directora revive aquí las que son sus señas de identidad exclusivas y definitorias: ese raro aroma de lavanda que se respira en cada plano, esa fotografía pálida de alma inocente, ese glamour suyo tan característico que habita en todas partes, pero no de modo aleatorio sino para reforzar su mensaje. Coches de lujo, modelos exuberantes, ostentosas habitaciones, desayunos abundantes. Coppola controla perfectamente que quiere que aparezca en plano y no hay ningún objeto que esté puesto ahí porque sí. Todos ellos construyen capas de significado que hay que ir deshaciendo para llegar a la verdad última. Coppola lo hace todo pomposo no por coquetería, que también un poco, sino siguiendo la lógica del horror vacui barroco. Todo rebosa porque no hay nada. Todo es bello para ocultar lo siniestro.
Image by Getty Images via @daylife
Por lo que respecta a los actores, Stephen Dorff debería agradecerle a Sofia Coppola el pedazo de regalo que le ha dado con esta película. Porque habitual de mamarrachadas de acción donde no tenía importancia alguna y con una carrera lastrada por las malas críticas, de repente se convierte en amo y señor de una cinta en la que se le pide que se ponga delante del espejo. Porque Coppola no es tonta y ha elegido a la estrella que mejor diera el perfil, a un segundón cuyo máximo premio fue conseguir un MTV Movie Award en 1998 por haber interpretado a un vampiro en la película Blade. Dorff forma parte de ese Hollywood de la parafernalia, las alfombras rojas y los posados imposibles. Y Coppola lo rescata en un momento de su carrera similar (por no decir idéntico) al de Johnny. Dorff, por lo tanto, clava el papel, porque es él mismo, un actor sin aspiración alguna que aceptaría cualquier rol con tal de llevarse algo al bolsillo. Para sacarlo de ese bache, la encantadora Elle Fanning, a la que ya vimos en Super 8, y que confirma de nuevo que tiene un talento innato para la interpretación, una naturalidad y una frescura que ya quisieran otras a su edad. Coppola, siguiendo los paralelismos, quizás escogió a Fanning porque representa ese posible nuevo Hollywood desligado de los encorsetamientos digitales y decidido a retratar una nueva realidad. O quizás simplemente eligió a la muchacha porque Kirsten Dunst se la ha hecho mayor, Lars Von Trier se la ha robado y claro, hay que buscarle sustituta. Celebro que sea Fanning.
Somewhere es un relato agridulce que pide tiempo, calma, y repito, una nueva mirada. Es evidente que esta película será un fracaso en taquilla, porque del mismo modo que El árbol de la vida, no está hecha para ser vista en una sala convencional repleta de gente zampando palomitas. Tienen ambas películas un mensaje demasiado personal, demasiado íntimo, demasiado dirigido al corazón como para querer compartir esa magia con más gente. Y ahora que lo pienso, no encuentro mejor forma de compararla: Somewhere podría ser vista como versión menor de El árbol de la vida, como un remake indie a pequeña escala. Como una de sus ramas. Una llamada a apreciar lo que nos es dado. A buscar lo que late dentro. A emprender un camino que nos devuelva nuestra propia imagen y la del mundo entero.
ojodepez tiene un blog de críticas de videoclips: laculpaesdelamtv.blogspot.com