Que 'The Leftovers' se ha convertido en una serie de culto es un hecho. Quizá nunca llegará a ser el fenómeno que fue 'Lost', serie a la que se la ha comparado hasta la saciedad, pero después de siete años de aquel cierre -chapucero para unos, emotivo para otros-, Lindelof se quita el mal trago por el bien de la unanimidad y nos deja a todos con el corazón en un puño.
Han sido tres temporadas con cientos de incógnitas sin trampa. Cada una de ellas ha planteado situaciones y metáforas nada alejadas de la realidad.
Desde la primera parte, un acertado puente de presentación de una sociedad que no entiende absolutamente nada de lo que le rodea, fiel reflejo de la absurda vida de Kevin.
El amor daba una nueva oportunidad a Nora y Kevin para llevar el dolor hacia un lugar donde quizá era posible empezar de cero a través de la religión, la fe o la ciencia, siempre dependiendo del cristal con que se mire.
Aún así, nos ha tenido bien cogidos por los huevos con escenas realmente memorables, algo que también consiguieron hacer con Lost a través del sufrimiento de unos personajes con lo que es imposible no empatizar con el pasar de los días.
Su tercer y último acto, recién terminado la semana pasada, es posiblemente una de las experiencias más majestuosas a nivel narrativo de los últimos años de la televisión.
Y un final que ha sido capaz de dejar de lado -y de una forma muy elegante- qué fue lo que pasó realmente con el 2% de la población mundial para centrarse en el dolor y el amor de unos personajes que, más que buscar respuestas, lo que hacen es aprender a vivir con el vacío existencial que deja la pérdida.
Aquí no hay medias tintas. Esto duele. Pero jamás estaremos tan agradecidos a una serie por el poso que nos ha dejado de por vida.