Cada lunes, críticas y recomendaciones de las mejores películas de 2011, de estreno durante el fin de semana en la cartelera en nuestros cines, en culturaencadena.
Un dossier completo sobre la película de estreno más destacada y, a partir del próximo lunes, "EL REPASO" al resto de las novedades de cine en nuestro país (nueva sección de cultura en cadena).
Esta semana era una de aquellas en las que al comprobar los títulos de la cartelera te daban ganas de pegarte un tiro, pero, afortunadamente, de vez en cuando te salvas justo antes de apretar el gatillo...
En esta ocasión, quien me ha rescatado ha sido Sylvain Chomet y su película El ilusionista (L'illusionniste, 2010), cinta animada de 2010 que rescata un guión nunca publicado del director francés Jacques Tati. Aviso ya de antemano que desconocía la obra de Chomet, y que tampoco soy asiduo al cine de Tati, pero, sinceramente, creo que eso es lo de menos.
Cuando alguien critica una película se puede limitar a comentar las múltiples influencias que ha descubierto en la misma, jactarse de sus conocimientos en historia del cine y establecer fabulosos vínculos con la filosofía y quien sabe si hasta con la física cuántica. Para mí, analizar una película es algo muy distinto: es describir lo que se ha sentido mientras se ha visto, expresar las ideas que ha despertado en tu cabeza, detallar los vaivenes que ha experimentado tu alma a medida que avanzaba el film. En ese vínculo emocional está la verdad última y de ahí surge tu valoración. 'El ilusionista' es una película que parece pensada específicamente para ese tipo de crítica. Se proyecta directamente al corazón.
Y lo que le proyecta es melancolía. Pura melancolía. Melancolía de un tiempo pasado. Un tiempo donde la magia aún era posible. Chomet nos explica la historia de un ilusionista fracasado que debe marchar de París y embarcarse en una aventura en busca de una oportunidad. En ese trayecto, el director nos describe una civilización que ha perdido la fe, una civilización que bosteza ante el circo y sus criaturas, un tiempo que sepultó definitivamente a sus artesanos y colocó a sus autómatas. Chomet nos traslada al momento que marcó la diferencia entre el pasado y nuestra era: aquel que borró a las estrellas de circo y colocó frente a los focos a las estrellas prefabricadas. Bajó el telón para los ilusionistas y subió para los embaucadores, porque quien ocupó a partir de entonces las salas no fueron los artistas sino aquellos que querían ganar dinero a costa de ellos. El fin del Arte. La muerte de la magia. La muerte del cine. El ilusionista es una elegía. Una elegía del cine. Lo que nos describe Chomet con la historia de este mago condenado a desaparecer es la imposibilidad de seguir creyendo en el cinematógrafo como experiencia que despierte los sentidos, que nos haga ver el mundo con ojos de niño, que nos permita temblar de emoción ante sus imágenes. Quienes ahora se sientan en la sala son consumidores de proyectiles, de artefactos digitales, un público ansioso que no se conforma con la mera magia del celuloide: lo que necesita es pirotecnia.
Image via Wikipedia
Y la película marca esa elegía de un modo muy significativo: el ilusionista se convierte en animador de todo tipo de tiendas, se le paga para que convierta su profesión artesana en una mera payasada de escaparate. El ilusionista/el director es ahora un esclavo del sistema, y debe someterse a sus exigencias. Por deplorables que sean. Por deplorable que resulte ahora su arte. Chomet acusa directamente la mercantilización del cine, y su historia, por inocente que pueda parecer, está señalando con el dedo a muchos. Pero no todo el discurso es pesimista: la contrapartida la introduce la niña de la película, alguien capaz de dejarse seducir aún por ese pobre ilusionista, de ver en él a alguien poseedor de un don. Y no es casual que para dar con alguien así, el mago tenga que viajar hasta un pueblo recóndito de Escocia, cruzando mar y montaña. Chomet sabe ver en el pueblo el espacio de la sana inocencia, donde la mirada aún no se ha corrompido por centenares de anuncios, por centenares de paneles luminosos, una mirada que permanece limpia, como la de los primeros hombres. Esa mirada no le exige al arte convertirse en mercancía, porque con muy poco, con la expresión más sencilla, consigue agitar el corazón. Sin embargo, el desenlace del film tiene un punto un tanto agridulce: el ilusionista asume su muerte (metafórica), la de su tiempo y la de su gente y fuerza el despertar de la cría: los magos no existen, le escribe en el papel. Y nosotros debemos leer: el cine ha muerto. Y cuando esa verdad se vuelve tan evidente al mirar la cartelera, sólo queda una opción, la opción que le queda a la muchacha: disfrutar de la vida, disfrutar del único terreno donde los sentimientos tienen la oportunidad aún de mantenerse aún vivos, la única dimensión donde la poesía puede aún cruzarse con nosotros. Deberemos tener la esperanza de que habrá otros magos, otros ilusionistas, otros cineastas, que lucharán para que esa magia, la magia de la vida, regrese a las pantallas.
Por lo que respecta a la realización, toda ella es también una declaración de principios: Chomet renuncia a la sobreexplotada estética 3D para crear su historia y opta por la ilustración tradicional. Esto le da a la cinta un carácter deliciosamente anticuado, no parece un largometraje de animación de nuestra era, parece algo hecho en un taller del viejo París de mediados del siglo XX. En el trabajo de dibujo, lo primero que destaca es lo esperpéntico de los personajes artistas, en una suerte de caricatura felliniana, que subraya lo excepcional de aquel mundo frente a las copias indiferentes de la industria. Además se nota una decidida voluntad de plasmar la psicología de los personajes, sus intenciones y sus deseos, algo que consiguen a tenor de que en la cinta apenas se pronuncian unas pocas palabras. Nos encontramos ante lo más parecido a una película muda, lo cual dice mucho más de lo que podamos creer: se defiende el lenguaje cinematográfico como algo fáctico, capaz de transmitir ciertas ideas sin la necesidad de extensos diálogos que en muchas películas sobran. Y a su vez, deposita en el espectador algo de lo que se nos ha privado durante largo tiempo: capacidad crítica, capacidad interpretativa, en resumen, inteligencia. Porque la película en ningún momento explicita sus intenciones éticas, sino que éstas deben ser esclarecidas por el público. Si este no se toma un tiempo de reflexión, podrá gozar de una cinta preciosa, pero perderá lo precioso de su significado.
Como decía al principio, desconocía a Chomet y desconocía la obra de Tati, pero ahora siento la imperiosa necesidad de ver más de ellos, de descubrir en sus cintas pedazos de un mundo mágico que mi generación no ha conocido. Es la suerte de ser un joven crítico: te falta tanto por saber, tanto por ver, que consigues conmoverte ante cosas que otros analizan fríamente. Esa mirada inquieta es la que le falta a nuestro mundo. A la que Chomet y Tati rinden homenaje antes de despedirla. Ojalá no sea un adiós definitivo.
ojodepez tiene un blog de críticas de videoclips: laculpaesdelamtv.blogspot.com