En esta ocasión voy a hacer una reflexión sobre la pareja y para ello lo haré a través de la imagen de las arras.
Bonita imagen la de las arras, dos anillos uniéndose para toda la eternidad sin principio ni fin, sólo existe lo que los anillos contienen en su interior. Pero a pesar de todo, creo que será una buena metáfora para mi teoría.
Las arras son la imagen ideal de una pareja, cuando no están juntas, sólo existe el tú y el yo, cada uno independiente, cada uno hace su vida sin ninguna presión (más allá de las presiones sociales) y no existe ningún nosotros. Pero a pesar de ello son anillos solos, tristes y abandonados: "OH Dios, qué cruel es la vida que me condena a vagar sólo por el universo".
Pero qué choque de pasión, amor, romance es el momento en que los dos anillos se encuentran, el momento en que se unen, y por una rendija oculta se complementan. Donde sólo había un tú y un yo, ahora también existe un nosotros. Un pequeño nosotros donde todo es amor y pasión, donde abandonamos nuestra soledad y nuestros temores para refugiarnos en el mismo lugar donde lo hace otra persona.
Pero con el paso del tiempo, los anillos se juntan cada vez más, de una manera inexorable invadiendo partes del yo y del tú para dejar paso al increíble, el inigualable, en inconcebible... NOSOTROS. No sólo vas renunciando a tus cosas personales por cosas en común que ya no ofrecen la pasión de ese primer encuentro, sino que el movimiento puede ser suave o brusco. Si es suave, sin darte cuenta te encuentras en que tu yo independiente ha quedado reducido a la mínima expresión; y si es brusco, las peleas hacen mella en las arras y la presión de las dos fuerzas antagonistas, el poder del nosotros y el poder del yo, junto con las heridas ya creadas pueden acabar rompiendo los anillos y devolviéndote a la soledad, sólo que herido, o roto y con el vacío de tener que reconstruir un yo abandonado por el nosotros.
Pero puede que no todo sea tan negativo, existe la felicidad en esos momentos de unión, el placer del sexo, del estar juntos. Y todo ello puede culminar con la muestra de amor por excelencia, el sacrificio supremo: el matrimonio (aunque hoy en día, una hipoteca hace el mismo efecto). Y ahí estás, comprometido con la monogamia para toda la vida, viviendo juntos y convirtiendo el nosotros en el eje central de la vida para abandonar el yo en un rincón marginal y escondido de la existencia. Las decisiones ya no las toma el individuo, sino el nosotros, y coge tal dimensión que cualquier movimiento que se haga individualmente debe ser conocido y aprobado por la otra persona para no poner en peligro el gran nosotros.
Por supuesto, existen muchas modalidades de arras. También nos encontramos la doble vida. Aquella en que el yo se desprende del nosotros y mantiene totalmente inconexa de la parte compartida. Viviendo dos vidas simultáneamente hasta que ya no sabes cual de las dos es la real y cual es la artificial. Es un juego divertido, mantienes las cosas positivas de ambas vidas, pero es un juego peligroso. Primero porque puedes perderte en la zona muerta que creas entre ambas vidas, siendo al final incapaz de alcanzar ninguna de las dos. Segundo, porque alguna de las dos vidas puede reclamar la presencia de la otra y crear un conflicto en el que finalmente tengas que ceder en alguna de las dos direcciones. Tercera, que el nosotros encuentre la parte perdida del yo y reclame su total entrega, voluntaria y sin coacción a la vida del nosotros.
También nos encontramos las parejas desiguales. Aquellas que por manipulaciones, inteligencia, casualidad o estupidez unen a un anillo grande y uno pequeño. Ello implica que por mucho que ceda el anillo grande, nunca incluirá en el nosotros más que una pequeña parte de sí mismo de manera que esa misma cantidad de espacio cedida por el anillo pequeño puede representar abandonar prácticamente del todo el yo. En esa situación desigual nos encontramos con un anillo fuerte y otro débil en el que uno tiene todo lo que desea y el otro a duras penas sobrevive, pero cegado por el amor, apuesta por un nosotros en el que se implica al 100% mientras la otra parte no implica más que una pequeña parte si mismo.
También están los hijos. Cuando el nosotros lo ocupa todo y se cae en la estable rutina de la falta de movimiento, la falta de roces y conflictos, en definitiva, la tensa calma. Entonces se decide llenar la vida con hijos, creando así el movimiento y el afecto perdido en el inicio del nosotros. En esa situación, el yo individual se eleva a categoría demoníaca y cada una de sus acciones enturbia todo un engranaje sólido, robótico e insano.
Finalmente, me gustaría destacar el final de las arras. Con el tiempo, y la pérdida de la desconfianza, la rendija por donde se encontraron los anillos y donde nació el nosotros se va cerrando hasta que los dos anillos quedan inexorablemente unidos para toda la eternidad. Ello sólo implica que para abandonar el nosotros, nos vemos obligados a romper las arras, y ello es doloroso y complicado, dependiendo del tiempo, el carácter y las circunstancias de ambos individuos.
En definitiva, creo que las arras son una imagen y una vivencia hermosa y deseada por la mayoría. Pero me gustaría remarcar que creo necesario un equilibrio entre el yo y el nosotros para mantener estas dos partes antagonistas sanas dentro de uno mismo. Y también destacar lo importante de reservarse, aunque sea escondida, un agujero de salida, ya que salir sin haberlo creado sólo puede generar dolor, odio y rencor.
Continuará...