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Nuevo día. Monto de nuevo en el autobús que me llevará de nuevo al bajodrómo. Vuelta al trabajo. Durante cinco largos minutos me debato entre intentar leer un pasaje del libro que cargo o dormir. Son las ocho de la mañana. No tengo demasiada fuerza para más. Pero mi mente inquieta prefiere ojear el libro y abstraerme de los humanos que campan a sus anchas por la ciudad.
Durante un rato soy consciente de las letras y de la inteligencia que se genera en esas líneas. Me concentro tanto y tan a prisa que empiezo a creer que estoy en el limbo. De repente, noto un ruido, espantosamente molesto, en mi lectura. No se muy bien qué es, pero no quiero pararme a examinarlo. Siempre me vanaglorié de mi capacidad para abastraerme y para concentrame.
Sigo leyendo pero empieza a resultarme molesto el “ruido”externo. Levanto la vista de la lectura. No debí hacerlo. Dos chinos mantienen una conversación con un tono tan elevado que creo que me esta martilleando el oído. Intento seguir leyendo pero los chinos gritones se intercalan con los llantos de una niña, también chica, que no para de llorar y gritarle a su madre algo que no se describir.
Decido ponerme el mp3. Abro de nuevo el libro y intento concentrarme en las líneas. Pero para mi desgracia, ahora mi concentración se centra en aquellos gritos inmunes a mi capacidad de abastracción. Ni con música, logro disiparlos. Me molestan. Esa es la verdad. La concentración pasa a otro nivel, cuando se me plantea sin quererlo mil veces una sola pregunta: ¿Pero porque gritan tanto los chinos en general?
Nota mental: Cuando vea un chino una de dos. O lo mato, o salgo corriendo.