Ahora que ha terminado la décima temporada de Expediente X, a uno se le queda el cuerpo con una ligera sensación de desorientación. Quizá es que después de tanto tiempo deseando ver a Mulder y Scully en pantalla, nos hemos encontrado con una serie plana, casi sin sentimiento ni vida.
Aún tendrá que pasar algo de tiempo para llegar a discernir si nuestro ojo se ha acostumbrado a otro ritmo en todos estos años de revolución de la TV, o es que realmente no ha merecido la pela la reunión de nuestros agentes del FBI.
Lo cierto es que el regreso de los agentes icónicos de los 90 ha resultado más frío de lo esperado. La vejez no le ha sentado bien a Mulder, aunque Scully está mejor que nunca.
La nostalgia nos sigue invadiendo con la melodía de los títulos de cabecera, pero los casos carecen de interés y son ejecutados con cierta torpeza para el ritmo. Quizá Carter quería mantener esa forma de rodar de antaño, pero el clasicismo en el 2016 es un error en un formato como este.
Puedes engañarnos con la melancolía que produce un regreso como este, pero una vez desenvuelves el caramelo, la sorpresa es más bien decepcionante.
Por no hablar de un sexto y último episodio que, pese a poder dar pie a una nueva temporada, termina de la peor manera que podíamos imaginar. Un sinsentido que podría hacer un daño irreparable a una franquicia que quizá merecía la pena no haber despertado.
He leído que el episodio del lagarto o en el que Mulder debe drogarse para entrar en la mente de un terrorista están a la altura de las historias más payasas de otras temporadas, pero lo ni aún así he conseguido empatizar con ellos.
Si le doy más vueltas, no hay por donde pillarla.