Apreciamos el hecho de decir aquello que es seguro que vamos a hacer o pensar, porque las personas que nos conocen en profundidad saben que
la responsabilidad con nosotros mismos y con el resto es tomada en serio y nos vincula a nuestros valores. Respetarlos conforma la visión para/con nosotros,
y constituye la reafirmación principal de nuestra identitad.
Una de las supuestas frases atribuidas a Aristóteles que pasó a la posteridad fue la siguiente...:
"El hombre es esclavo de sus palabras y dueño de su silencio". Y precisamente creemos que hacía referencia al hecho de que lo que no se dice preserva del encarcelamiento del anuncio.
Por eso, nos gusta certificar que vamos a hacer algo cuando sabemos con seguridad de su realización. En caso contrario, preferimos callar.
También preferimos el silencio de los otros en tantas otras ocasiones. Por ejemplo, cuando se utiliza el lenguaje para redundar en el vacío. La crítica para sentirse superior, las descalificaciones o la exposición del yo sin trasfondo -que lo único que pretende es competir con otro ego- sin que de ello nazca nada positivo y todo quede inmerso en un gran interrogante: ¿Y qué?.
Preferimos la discreción cuando lo que se baraja son fórmulas prefabricadas que tratan de evitar la incomodidad de la nada. Nos reservamos nuestra opinión cuando sabemos que no puede ser expuesta ante personas que no saben escuchar porque no quieren comprender y que lo único que les importa es exponer SU visión de la realidad porque, volviendo a lo expuesto anteriormente, se lanzan en la competición de quién será el que más razón tenga.
Enmudecemos ante el gran circo de las vanidades que se vanaglorian de lo que consideramos vergonzoso y que, de nuevo, no puede ser expuesto porque resulta imposible y vano rebobinar la cinta hasta el génesis de nuestro pensamiento. No queremos compartir con aquellos que nos dejan atónitos con el poco recorrido mental a pesar de tener gran recorrido social (entiéndase, como ejemplo, la ostentación de poder en las cumbres borrascosas de alguna multinacional de más que dudosa trayectoria).
¿Cuántos son los que afirman sin reflexión?
¿Cuántos son los que proclaman sin convicción?
¿Cuántos han sido, son y perdurarán los que mienten, engañan, distorsionan, alaban... y toda la ristra de verbos que persiguen el beneficio propio e inmediato en este teatro del mundo cuando a la hora de la verdad, cuando hay que demostrar, no queda nada de esos hinchados enunciados?
Con el tiempo hemos aprendido que la palabra cumplidora es valorada, pues en nuestro entorno todo es volátil. Y el que cumple, lamentablemente sorprende.
Despreciamos a todos los especímenes que hablan sin tener conciencia pero mucha pompa. No soportamos a aquellos cuyas palabras se las lleva el viento mientras van esparciendo sonidos que se pierden y adquieren un sentido inexistente.